Vendrán, pronto, los monstruos del Ártico

Vendrán, pronto, los monstruos del Ártico

Me lo contó cuando paseábamos por los alrededores del Retiro, mientras buscábamos una terraza libre, bajo la luz aún limpia de una ciudad siempre sucia. Entonces desveló, con su voz templada, que la pandemia era una simple obertura, el prólogo de una ópera salvaje, wagneriana, que dejaría desnudo, atónito y sin aliento a quien la contemplara. Para ilustrar su tesis me mostró imágenes de un incidente –tan grave como ignorado- ocurrido en el norte de Rusia, cerca del fin del mundo.

 

Construir un depósito de carburante sobre permafrost tal vez fuera una buena idea  cuando la revolución avanzaba hacia la eternidad. Sin embargo, los planes no suelen coincidir con los resultados. Los planes no calculaban que la temperatura ascendería hasta límites caribeños, el permafrost se convertiría en blandiblú y -siguiendo una rigurosa lógica- 15.000 toneladas de petróleo caerían sobre los ríos de Siberia. Sí, el permafrost parecía firme, sólido como una placa tectónica. Tal vez había nacido cuando los dinosaurios aún poblaban la tierra. Sin embargo las viejas fortalezas se hunden y se ha convertido en una sustancia blanda y quebradiza. De su pútrida mezcla con el carburante han nacido ríos rojos, que se han infiltrado en la tierra y han causado un dolor infinito a los seres que los rozan.

Nuestra única esperanza es que todo sea mentira. No solo el virus o al permafrost, sino todo. O, al menos, una opción más dentro de los miles de universos paralelos que genera cada día cada uno de nosotros.

Sí, el permafrost se derrite. Su fin es una catástrofe lenta e inapelable, que  ensucia el aire ártico o siberiano con el hedor de milenios y, lo que es peor, libera a monstruos atrapados desde el nacimiento de la tierra. Seres abyectos, encarcelados en el hielo, que han soñado durante varias vidas con la libertad. Tal vez, como los virus, sean invisibles a nuestra modesta y magnificada percepción, tal vez sean ciclópeos, como ese gorila que fue Rey de Nueva York. Son seres, en cualquier caso, tan abisales como impíos. Nos harán pagar por su encierro y por el dolor que les causa nuestra carroña. Aplicarán su concepción taliónica de la justicia y nos devorarán mediante ondas nucleares, vertidos tóxicos o banquetes atroces. Sí, amigos, preparad vuestras pupilas y conciencias para la visita de monstruos con cabezas blancas y deformes, o tal vez negras y perfectas.

Primero avanzarán hacia Moscú y  Leningrado y desde allí, cumpliendo el sueño de la revolución roja, superarán la estepa con sus enormes zancadas o el silencio de sus vuelos. Dejando su sombra rota en los trigales de Ucrania, llegarán hasta las campanas de París y las torres de Londres. Allí, atónitos y cansados, contemplaremos el caos bajo una inmensa fatiga, próxima a la molicie, como la sentida por los últimos descendientes de una familia de banqueros alemanes, perdidos entre el artisteo y la morfina.  Intentaremos un diálogo lento con sus fauces, pero solo restará la ceniza.

Nuestra única esperanza es que todo sea mentira. No solo el virus o al permafrost, sino todo. O, al menos, una opción más dentro de los miles de universos paralelos que genera cada uno de nosotros. Que pronto, al menos pronto en términos cuánticos, aunque ocurra dentro de miles de años, podamos escapar a la más benévola de las opciones, a un mundo distinto, poblado por  aire limpio, ardillas sonrientes y seres, tal vez con tu rostro o el mío, que se aman a sí mismos y al suelo que les cobija.