Te recuerdo, Amanda. Testimonio de Andoni Cifuentes

Te recuerdo, Amanda. Testimonio de Andoni Cifuentes

PRESENTACIÓN 

«Te recuerdo, Amanda» es el segundo testimonio de «Todo es verdad». Surgió a partir de varias conversaciones con el mejor escritor que no escribe que conozco: Andoni Cifuentes. Sus palabras comparten con el lector la cara B de las noticias. Amanda Jospe, psicóloga argentina cuyo cadáver fue hallado en Madrid, en 2019, después de permanecer cinco años en la cocina de su casa, fue durante más de 20 años su terapeuta. Su historia, la historia de la soledad y el desconsuelo, conmueve:

“Nunca hubiera imaginado que a alguien como ella le pudiera pasar eso… Tuve sensaciones muy distintas. Una de orfandad, lo juro. Fue como ser huérfano por tercera vez. No sentí lo mismo que cuando murieron mis padres pero, de repente, se me cayó al suelo la fantasía de que, si me pasaba algo, siempre podría llamar a Amanda. De hecho, si me hubiera pasado algo grave la hubiera llamado, pero ella no habría podido responder”.

TE RECUERDO, AMANDA

Me enteré recién levantado. En Las Mañanas de la 1 decían que habían encontrado el cadáver de una anciana, que llevaba muerta 5 años. Había ocurrido en Madrid, en concreto en la calle Alonso Heredia. Conocía la dirección de Amanda porque una vez apuntó algo trivial en un sobre y en la parte de atrás aparecían sus señas. Nunca hubiera imaginado que a alguien como ella le pudiera pasar eso, pero cuando mencionaron la calle escuché con más atención. Al confirmarse la identidad me quedé muerto, paralizado. Tuve sensaciones muy distintas. Una de orfandad, te lo juro. Fue como ser huérfano por tercera vez. No sentí lo mismo que cuando murieron mis padres pero, de repente, se me cayó al suelo la fantasía de que, si me pasaba algo, siempre podía llamar a Amanda. De hecho, si me hubiera pasado algo grave la hubiera llamado, pero ella no habría podido responder. Antes incluso que el sentimiento de orfandad apareció uno de incredulidad: cómo a Amanda le ha podido pasar esto. A una mujer que no era una ermitaña, que tenía familia, amigos, como todos esos conferenciantes a los que me mandaba. Surgió también una sensación de fin de etapa, de un libro que se cierra para siempre. Cuando pasas los 60 aparecen esos momentos. Con Amanda me ocurrió. Creo que nunca la idealicé y en algunas cuestiones fui crítico con ella: era muy pesada con todo lo que tenía que ver con  la vida sana y la buena alimentación. Pero sí es cierto que durante todos estos años me he descubierto diciendo muchas veces “como decía Amanda” o “como decía mi psicoanalista”, y he utilizado frases suyas, siempre mencionando el origen. Tanto es así que una amiga me dijo hace tiempo “qué pesado eres con Amanda”. No sé si hubo velatorio o entierro. Sé que el cadáver fue llevado al anatómico forense. Imagino que la sobrina vendría desde Israel. Dicen que la momificación y la falta de olores se debieron a la humedad de la casa; no tengo ni idea.

Conocí a Amanda por Carlos, un amigo de la mili. Después del servicio se quedó a vivir en Madrid, se casó y seguimos viéndonos. Al año y medio me contó que tenía un hermano en Canarias con graves problemas psicológicos. Incluso se había intentado suicidar. Su madre estaba desesperada y había decidido enviar al hermano a Madrid porque ella no podía hacer nada más. Entonces conocí al chico porque yo iba muy a menudo a casa de este matrimonio. Era rarísimo, de esos que no te miran, que están con la cabeza gacha, que no contestan a lo que le cuentas. La siguiente vez que fui, al mes o los dos meses, encontré al chico bastante mejor. Mi amigo me comentó que estaba yendo a una psicóloga. No es que hablara mucho, pero me miraba, me contestaba, estaba bastante más normal. Pasó más tiempo y me enteré de que el chico había encontrado trabajo. “¿Ha encontrado trabajo?”, pregunté asombrado a mi amigo. “Sí, ha encontrado trabajo”. Poco después supe que tenía novia. Antes de un año volví a verle. Era estupendo, sociable y hablaba de todo un poco. Una maravilla. En esa época más o menos murió mi padre y me empecé a encontrar muy mal. Tenía 27 años. Me daban ataques de ansiedad y le pregunté a Carlos. Me proporcionó el teléfono de Amanda. Llamarla fue una de las decisiones más importantes de mi vida.

Ella me dijo “ven a verme, analizamos qué te pasa y decidimos si empezamos un tratamiento o no”. Así la conocí. En 1984 la psicología no era, ni mucho menos, tan frecuente como ahora. Empecé con Amanda en septiembre de ese mismo año. Era tan raro que al principio casi lo ocultaba. Solo se lo comenté a mi familia y a algún amigo muy íntimo. Por supuesto no lo conté en el trabajo. Pasaba consulta en un apartamento. Tenía un recibidor pequeño que terminaba en un salón amplio. Ella se sentaba en un sillón junto a la ventana y a su derecha había un sofá. Allí te sentabas cuando hacías psicoterapia y te tumbabas cuando tocaba psicoanálisis. No era un diván al estilo Freud, era un sofá normal. También tenía una cocina, un baño y un dormitorio. Son zonas a las que, lógicamente, no accedía.

Cuando murió salió una fotografía suya en La Sexta. En cuanto la vi supe que era una foto antigua, como de los 90. Tenía unos ojos claros preciosos, no exactamente azules, pero sí claros. Era morena, muy viva, cuidaba mucho su comida. También era sonriente, afectuosa, muy física, te tocaba. Como mantuvimos una relación tan larga para mí no hubo cambios, del principio al fin estuvo igual. Si alguien tuviera que interpretarla en el cine sería Carmen Maura, era más o menos ese tipo de físico, de actitud. Los pacientes nos cruzábamos porque no había sala de espera ni enfermera. Llegabas, tocabas al timbre una sola vez y esperabas en el descansillo. Una vez ocurrió algo extraño. Me pidió que llamara, me fuera al fondo del pasillo y no mirara porque iba a salir un personaje conocido. Era toda una invitación a hacerlo pero fui obediente.

No sentí lo mismo que cuando murieron mis padres pero, de repente, se me cayó al suelo la fantasía de que, si me pasaba algo, siempre podía llamar a Amanda. De hecho, si me hubiera pasado algo grave la hubiera llamado, pero ella no habría podido responder. Antes incluso que el sentimiento de orfandad apareció uno de incredulidad: cómo a Amanda le ha podido pasar esto.

Durante año y medio hicimos psicoterapia y trabajamos  la relación con mi padre y su muerte. Desde el principio la terapia tenía rasgos psicoanalíticos, pero también era práctica, buscábamos objetivos concretos. Ella era, en cualquier caso, bastante freudiana. La escuela se nota en la importancia que dan a los sueños, con preguntas que, básicamente, quieren hacerte hablar y nunca ofrecen respuestas claras. Las respuestas más bien son las preguntas, es todo más reposado. No buscan resultados inmediatos sino a largo plazo. Al año y medio me dijo que el motivo que me había llevado allí —los conflictos con mi padre— lo había solucionado. Debía tomar una decisión. O lo dejaba ahí o entraba en un psicoanálisis más serio. Cuando iniciamos el psicoanálisis dejé de estar sentado y pasamos al diván. Me tumbé con ella a la espalda y empecé a ir tres veces por semana. Una hora completa, nunca era de esos psicólogos que te echan a los diez minutos. Podías estar cuarenta minutos callado y seguir ahí sentado. Durante 7 años apenas habló. Hacía alguna pregunta si se había quedado con dudas o había algo que no había entendido bien. Cuando acababa la sesión solía dejarme con alguna reflexión.

Tras 7 años de psicoanálisis Amanda empezó a opinar. Ocurrió de buenas a primeras, sin aviso. Por ejemplo, durante los primeros 7 años podía decir barbaridades de mi madre y ella no opinaba, seguía en silencio. Una de las quejas que siempre repetía sobre ella era que no le gustaba encargarse la casa, que era desordenada, que nunca cocinaba… Lo había repetido cientos de veces sin que me dijera nada. De repente empezó  a decir que estaba dando la visión de mis tías, que no era más que el cliché anticuado sobre una mujer que quería vivir su vida y tenía sus intereses. Supongo que el cambio estaba previsto y tenía motivos terapeúticos. A partir de ahí empezamos a hablar con más confianza.

Cuando murió mi madre, el 31 de julio de 1993, me había despedido de Amanda hasta la vuelta del verano porque el 1 de agosto se iba a Buenos Aires. La llamé para decírselo y me dijo que, como no podía verme en la consulta, iría al tanatorio. Hicimos una sesión paseando por los jardines del tanatorio de la M-30. Antes, cuando entró en la sala, saludó a toda mi familia. La presenté como mi psicóloga. A esas alturas todos los míos sabían que iba a terapia. Charló un rato con ellos y salimos  al jardín. Estuvimos cuarenta o cincuenta minutos hablando, recuerdo que me sentó muy bien. Un par de años después, exactamente en 1995, le dije que quería ir a Buenos Aires de vacaciones. Propuso que me quedara en su casa. No me resultó violento, pero sí extraño. A ella no le pareció raro. Me comentó que era un apartamento aséptico, en el que no había ni fotos. “Cuando no voy en agosto la casa está desperdiciada, puedes ir sin ningún compromiso”, dijo. Estaba en la calle Santos Dumont, muy bien situada. Era un sexto piso muy aséptico, con un salón, una cocina y un baño. No conocí a su familia, solo hablé por teléfono con la hermana por motivos técnicos.

Estuve en Buenos Aires casi un mes. Fue uno de los viajes de los que tengo mejor recuerdo. La ciudad me fascinó. Pensaba viajar por el país, moverme, pero solo me fui un fin de semana a Iguazú. Había tanto que hacer allí. Ya había tenido mucho contacto con argentinos. Mi novio más importante había sido argentino y me había enseñado a adorar su música. Amaba a todas sus divas, como Susana Rinaldi o Nacha Guevara. Después había tenido una profesora de teatro argentina, Zulema Katz. Amanda fue la tercera argentina de mi vida. Tenía muy mitificada la ciudad. Me recuerda a un parque que está en Bélgica, MiniEuropa, que reconstruye los principales monumentos del continente a pequeña escala. Buenos Aires me pareció MiniEuropa a lo grande. Caminas por allí y de repente te encuentras con una zona igual a Londres, otra igual a París, otra similar a Madrid. Puedes tomar fotos en Buenos Aires y después decir que es de cualquiera de las otras ciudades. Los porteños adoran a los españoles, les encanta nuestro acento. Los taxistas me preguntaban sobre todo por futbolistas, pero no por Messi, con quien me habría apañado. De pronto me decían “¿y cómo le va a Albertito, uno que juega en el Alcorcón?”. Y no tenía ni idea. Me sentía allí como en casa. Amanda solo puso una condición para utilizar su apartamento: que si ligaba no me llevara al tío a casa, se daría cuenta de que es una casa vacía y es peligroso porque pueden entrar a robar. Las dos veces que ligué recordé sus palabras y fui a una pensión de la calle Córdoba. Por entonces llevábamos 12 años de terapia. No había un fin en el horizonte.

En enero de 2004, cuando llevábamos 21 años, me dijo que en junio, cuando se fuera de vacaciones, lo dejaría. “Creo que ya no puedo hacer más por ti”, dijo. “Hay temas en los que me hubiera gustado que llegaras más lejos pero no llegas. Y pienso que eso que te falta tal vez lo hagas cuando no estés conmigo. Tal vez entonces des ese paso no puedes dar”. Le faltó decirme que era un poco cortito. En mayo de ese mismo año me despidieron. Entonces me dijo que no podía irme, que no podía dejarlo en un momento tan crítico. Probablemente no fui consciente entonces de lo duro que iba a resultar, tomé conciencia después. En su momento lo viví como una liberación. Durante los últimos años sufrí mucho mobbing. Me despidieron con 50 años, si lo quieren hacer a posta para joderte no encuentran mejor momento. No había motivo real alguno. Fue una historia de rivalidad interna con un tío que en su momento había tenido más o menos la misma categoría que yo. Después le habían puesto por encima de mí pero siempre temió que le boicoteara. Amanda entonces me propuso que peleáramos y alargáramos el proceso. Dijo incluso que podía pedir una baja por depresión y acusarles de mobbing. Le dije que estaba agotado por los últimos años, que haciendo cuentas podía apañarme con el dinero que me daban y había decidido irme. Eso nos llevó a alargar la terapia 3 años más. De mayo de 2005 a 2008 volví a sentarme, ya no me tumbaba. En esos 3 años ella volvió al inicio y la terapia fue muy práctica. Quiso que me metiera a cursos, que presentase currículums por todas partes, que pidiese favores. Trabajaba más de coach que de psicóloga. Ahora me culpo de no haber reaccionado bien. Sí, hice cursos, envié currículums, pero con poco entusiasmo. No estaba deprimido por el despido, me quedé a gusto cuando dejé de trabajar, pero lo cierto es que ellos lo habían conseguido. Habían logrado hartarme de tal manera que librarme de ellos resultaba una liberación. Sé que debía haber luchado más y no lo hice. Creo que intentó que reaccionara durante 3 años y vio que no iba a conseguir- lo. Incluso una vez se enfadó muchísimo conmigo. Me dijo que un amigo suyo iba a impartir un curso de varias semanas sobre literatura homosexual. Me incitó a que me apuntara. Tenía muchas dudas y un día, comiendo con mis amigos del Corte Inglés, que eran todos gays, lo comenté. Uno de ellos me respondió: “¿Qué pasa, van a tener que enseñarte a ser maricón?”. Se me ocurrió comentarlo y fue la vez que más enfadada la he visto. Ahora entiendo que, tras su actitud, había un “este tío no entiende nada”. En el tramo final a veces era incluso sarcástica y se tomaba muchas confianzas, me llegó  a decir que qué habría sido de mi vida sexual si no hubiera sido por el gremio de la hostelería. Siempre me he liado con muchos camareros y ella creía, sin desprecio, que debía aspirar a gente más interesante. También se empeñaba en que fuera  a exposiciones, creía que es un lugar adecuado para entablar amistades, ligar… Tuve cierto sentimiento de culpa por no haber cumplido sus expectativas. Sabía que había sido y fui el paciente con quien trabajó más años.

Tengo otra teoría sobre su muerte. Las persianas estaban totalmente bajadas, a tope, sin una sola rendija abierta, lo  que hacía más creíble la versión del viaje, pero tal vez fue un suicidio. Quizá se encerró en la cocina, donde la encontraron, y abrió el gas. Lo que no sé es si el gas se apaga solo o habría terminado estallando la casa.

En la primavera de 2008 dijo que debíamos dejarlo porque habíamos llegado a un tope. Me repitió que al dejarlo tal vez tomara las riendas de mi vida e hiciera lo que no estaba haciendo. Fue un adiós amargo. Cuando nos despedimos, en una de las últimas sesiones, le regalé un libro de psicología dedicado y le pregunté si volveríamos a vernos. Me dijo que a no ser que me pasara algo muy malo o algo muy bueno creía que no. Entendí que a no ser que me entrara un cáncer o encontrara un trabajo maravilloso era mejor no aparecer por allí. Ahora me vienen bien sus palabras porque cuando me siento culpable y la imagino tirada en el suelo de su casa durante 5 años tengo la tentación de pensar que no hice nada y que todos la abandonamos. Lo que ocurrió resulta incomprensible, era una mujer con relaciones por todos los lados.

Durante todos esos años solo nos encontramos una vez. O tal vez más y ella decidió no decirme nada. Fue extraño porque yo vivía en General Oráa y ella en Alonso Heredia, apenas nos separaban 200 metros. Comprábamos el periódico en el mismo kiosco y allí nos cruzamos. Fue muy gracioso porque se coló. La había reconocido y en plan de broma le dije “Señora, se está usted colando”. Ella se volvió asombrada y dijo “Ay, perdona, no sabía que eras tú”. Tuvimos una conversación jovial y se fue. Cuando murió mi madre la enterramos en Mundaka, nuestro pueblo.  Nos  quedamos  una  semana  en el pueblo y mientras tanto ella se acercó a mi casa y dejó un libro en el buzón. Era de reflexiones sobre la muerte. Fue un detalle muy bonito.

La dejé de ver en 2008 y cerró la consulta 2 años después, en 2010. Cuando terminamos el proceso estaba estupenda. Nació en 1936, tenía 73 años. En psicología no tienes por qué jubilarte. Sigmund y Anna Freud psicoanalizaban con ochenta años. No alquiló ni siquiera el despacho, quedó abandonado, aunque sí se despidió de sus pacientes, cobró la jubilación e hizo todo el proceso con normalidad. He llegado a pensar que pudo tener algún problema de alzheimer o demencia senil y que por eso dejó el trabajo, pero esta hipótesis no termina de encajar porque los porteros, tanto el de la consulta como el de su casa, hablan de ella como una mujer jubilada muy normal. Incluso todos los meses, hasta su desaparición, pagaba en mano del 1 al 5 la comunidad de propietarios. Era muy prolijita, como dicen los argentinos. El portero de Orense, de hecho, afirma que la última vez que la vio fue entre el 1 y el 5 de mayo de 2015. Le extrañó que no apareciera en junio, pero como era verano pensó que se habría ido a Argentina. También le extrañó que siguieran pasando los meses sin noticia alguna, pero nunca tanto como para avisar a nadie. Toda la gente que la conocía sabía que tenía casa en Argentina. Durante esos años anteriores a la desaparición, entre 2010 y 2014, estaría yendo y viniendo. Por eso, cuando desapareció, sus amigos creyeron que se había quedado en el otro lado.

Tengo otra teoría sobre su muerte. Las persianas estaban totalmente bajadas, a tope, sin una sola rendija abierta, lo  que hacía más creíble la versión del viaje, pero tal vez fue un suicidio. Quizá se encerró en la cocina, donde la encontraron, y abrió el gas. Lo que no sé es si el gas se apaga solo o habría terminado estallando la casa. Sé que estaban tan bajadas porque salió la imagen en televisión. Se le hizo la autopsia y esta dictaminó que fue un ictus; así que, posiblemente, mis teorías eran descabelladas. No me abandona una imagen en la cabeza, la de ella, sentada en el suelo, apoyada en un electrodoméstico, con los brazos caídos, durante 5 años. En cierto modo no me parece mal, es como un faraón en su pirámide.

Amanda vino a España huyendo de la dictadura. Sus primeros 40 años los vivió en Buenos Aires. Llegó a España en 1976. Era del partido comunista y tenía un gabinete con una camarada en el que trataban a muchos miembros del partido. Cuando llegó la junta militar al poder todo su entorno se asustó muchísimo, pero nunca creyeron que la situación fuera a llegar tan lejos. Se quedaron a la espera. Cuando vieron que la cosa se ponía de verdad fea empezaron a quemar todos los archivos de sus pacientes, a vaciar la consulta. Estuvieron dudando si venirse a España pero no terminaban de decidirse, no pensaban que les fuera a pasar nada grave. Pero de repente a Amanda le dieron un chivatazo: habían entrado en la consulta y se habían llevado a su compañera. Desapareció, como tantos, y nunca más supo de ella. Fue entonces cuando Amanda y su marido hicieron las maletas y huyeron despavoridos a España. Lo primero que hizo al llegar aquí fue trabajar, gracias a algún contacto, en el departamento de psiquiatría del Ramón y Cajal. Allí estuvo un tiempo y después abrió la consulta que creció gracias a su esfuerzo. Y ahí entré yo. Cuando cayó la dictadura regresó a Argentina, empezó a ir allí todos los veranos y compró la casa de Santos Dumont. Al final de nuestra relación le pregunté qué pensaba hacer, si volvería a Argentina. Dijo que tenía muchas dudas, pero se quedaría aquí.

No tuvo hijos, pero su hermana tenía dos. Una se estableció en Israel tras una temporada en Madrid. Creo que eran judíos. El otro sobrino estaba perdido por el mundo, no sabían nada de él. Es la sobrina de Israel la que termina llamando a la policía y obligando a que entren en la casa. Dejó pasar demasiado tiempo, pero supongo que cada uno monta su vida y se olvida. Durante la terapia apenas entramos en temas personales, pero me contó su estructura familiar y cómo tuvo que huir de Buenos Aires tras el golpe de Estado de Videla. También he leído que fue la comunidad de vecinos quien llamó a la policía, pero me parece más fiable la versión de la sobrina.

20 años después de empezar la terapia, después de perder la pista a mi amigo Carlos, un día entré en la consulta y me encontré con un chaval de 17 o 18 años. Amanda me dijo que era el hijo de Carlos. Es decir, dos décadas después estaba yendo a consulta un sobrino del paciente que me llevó a ella. El eterno retorno.

FIN.