Sobre hipocondría, aviadores y coronavirus

Sobre hipocondría, aviadores y coronavirus

He dejado de ser hipocondriaco por cansancio: la fobia se hartó de mí y se fue a otra parte. Todavía queda su sombra, recuerdos del miedo que no me abandonarán nunca. Han sido cinco décadas de intenso temor a la enfermedad y a la muerte. Lo que más duele cuando se vence a una fobia es la toma de conciencia del tiempo perdido, de años de pensamientos inútiles al servicio de estructura tan vacua como un castillo de arena. Es irremediable preguntarse cómo habría sido la vida si el miedo no hubiera existido. Un ejemplo reciente de las consecuencias de las fobias familiares es la última novela/libro de memorias de Ricardo Menéndez Salmón: No entres dócilmente en esa noche quieta. En sus páginas expone lo difícil que resulta liberarse del terror heredado y cómo su radiación influye en todos los ámbitos de la vida, tanto de quien lo sufre sin barreras, incluso disfrutando de su neurosis, como de quien desea abandonarlo.

Rica

A la COVID le acompaña no una ola, sino un tsunami de miedo a la enfermedad, fomentado cada minuto por unos medios cuyos únicos fines son el beneficio y el incremento de su cuota de poder. ¿Y qué es mejor para las visitas y las suscripciones que una ola de terror? Nadie tiene ni tendrá en cuenta las consecuencias psicológicas de un miedo tan continuado, que no solo se traduce en estrés postraumático, también en ansiedad obsesiva que, sobre todo, afectará a los más susceptibles. La herencia no funciona de una manera automática. Es similar a la tendencia a engordar: los genes no garantizan que nadie sea obeso, pero sí que dos lonchas de bacon, que en otros se evaporarían con una carrera, se claven en el culo del propenso para toda la eternidad. Y el bombardeo de información  sobre la COVID no es una loncha de bacon sino todo una charcutería de hipocondría, que ha saturado y sigue saturando las débiles estructuras de los más susceptibles.

Nadie tiene ni tendrá en cuenta las consecuencias psicológicas de un miedo tan continuado, que no solo se traduce en estrés postraumático, también en problemas obsesivos que, sobre todo, afectarán a los más susceptibles.

Un ejemplo claro de cómo nacen la hipocondría y los rasgos obsesivos podemos encontrarlo en la película “El aviador”, biopic de ese talentoso narcisista* llamado Howard Hughes. Su fama –era una especie de Elon Musk de la época- vino de su mezcla de glamour y éxito en el cine, el amor y  los aviones. Consiguió logros imposibles, como que la carga inmensa de un avión Hercules se alzara, pero el miedo que dominaba su conciencia nunca se detenía. La hipocondría es un cuadro de Escher vivo, en pleno movimiento, en alerta continua. El enfermo imaginario precisa el miedo para sobrevivir e ignora, o desea ignorar, que su única dolencia es el pavor. Cuando, tras un diagnóstico, el temor se descarta viene un breve periodo de alivio y de inmediato sobreviene otro terror, tal vez vinculado con la salud, tal vez con una catástrofe. Cuando se cierra una puerta se abre otra. En cierto modo la hipocondría, el miedo a la vida en general, son pueriles: presuponen un control sobre la enfermedad, la vida y la muerte que sobrepasa las limitaciones humanas.

Hughes desaprovechó todos los regalos que la vida le había otorgado. Murió encerrado, siguiendo al pie de la letra las demandas del miedo, aunque fuera embotellar su orina, entrar en bucles infinitos de paranoia, lavarse las manos hasta la sangre o pasar años sin salir de una habitación. De hecho, la película de Scorsese termina con su entrada en barrena tras su mayor éxito. El aviador también muestra cómo su trastorno nace durante una epidemia de cólera y es engordado por el control que su madre ejerce sobre su miedo. Ese temor al germen, al descontrol que lo aniquilaría todo, creció en su conciencia hasta invadirla casi por completo, solo dejando a salvo parcelas dominadas por el talento empresarial y el hedonismo.

Por desgracia, la mayor parte de los propensos a la hipocondría y a la ansiedad obsesiva no cuentan con los talentos y la herencia de Howard Hughes. No retozarán con Jane Russell ni levantarán una compañía aérea. Solo se quedarán con lo malo. Cuiden la salud mental de sus hijos: el COVID no les matará, pero la hipocondría, el cuidado enfermizo, el encierro más allá de lo necesario, la exposición continua a noticias, la sobrevaloración de una enfermedad presente en todos los medios y todas las conversaciones durante meses, puede dañarles para siempre. La prudencia no es lo mismo que el miedo.