La foto del parque

La foto del parque

Pronto cumpliré 50 años. Seamos objetivos, evitando la autocompasión y las postales de autoayuda, lo mejor de mi vida ya ha pasado. Pronto, como la diva que lleva décadas aguardando el estreno, la enfermedad tomará el centro del escenario. Hasta ahora Dios o la genética –que no los buenos hábitos- me han regalado una excelente salud y nunca he tenido conciencia de su existencia, pero tal suerte no puede durar mucho. Sí, pronto aparecerá, con más o menos profundidad, con mayor o menor daño, pero lo hará porque de su presencia nadie se libra.

Aunque sepamos de su irrelevancia, no puede evitarse el balance, como si la entrada en el declive fuera una gigantesca Nochevieja. Todos recitamos My Way en nuestra conciencia y sentimos un profundo narcisismo al amparo de Frank Sinatra. Tal vez asumir el daño y el bien, ajeno y propio, levantar la cabeza y seguir adelante sea la única opción. Sin orgullo ni culpa. Así lo afirma mi amigo Fernando Ariza en la dedicatoria de su novela “Fuiste Rey”:  A las personas de mi vida. Por todo el bien que nos hemos hecho y por el daño que nos hemos causado. El mayor consuelo lo trae la certeza de que no solo lo mejor ha pasado. También lo peor: aunque la salud caiga también lo harán las perniciosas pasiones.

La polarización es uno de los grandes errores de nuestra época. Sobre todo porque nos sitúa en el centro del canon que define quién pasa la criba. Los seres humanos nos situamos, en una inmensa mayoría, en un término medio. Salvo excepciones, la toxicidad es un tópico de la autoayuda.

A lo largo de medio siglo no he conocido a gente buena ni mala. La polarización es uno de los grandes errores de nuestra época. Sobre todo porque nos sitúa en el centro del canon que define quién pasa la criba. Los seres humanos nos situamos, en una inmensa mayoría, en un término medio. Salvo excepciones, la toxicidad es un tópico de la autoayuda. Lo que sí existen son combinaciones peligrosas, rasgos de carácter que no pueden congeniar, o que lo hacen con extrema dificultad. Sí, he conocido a mucha gente, tal vez haya tenido más amigos que el promedio porque he perdido a cientos por el camino. Podría hacer una lista con decenas de rostros, de hombres y mujeres, que cada noche desfilan  por mi conciencia, como le ocurría a Ricardo III antes de la batalla. Mañana en la batalla piensa en mí y caiga tu espada sin filo, le decían al malvado Rey todos sus fantasmas.

Cotilleando en Instagram, hace unos días, encontré a dos de ellos. Ella no aparecía, era la fotógrafa, y él ocupaba el puesto del fotografiado. Llevaba mascarilla y parecía en buena forma. Miraba a la cámara con desafío y el fondo de un parque primaveral, cuyo verde era destacado por los filtros de la red social. Fotógrafa y fotografiada fueron amigos míos durante la mismas época, hace pocos años, y cuando vi que su relación aún permanecía sentí una punzada en el corazón. La causa no era la envidia: me alegraba que siguieran en contacto. El motivo era la culpa, la siempre inútil culpa, por la pérdida.

Son tantos y tan distintos los amigos cercanos que he tenido durante estos 50 años que me extraña no cruzarme con, al menos, uno o dos de ellos cada día. Tal vez ocurra y no les reconozca, o solo lo haga mi parte inconsciente, que les evita o se aproxima según sus preferencias. Curiosamente, los intereses de mi subconsciente, esa entidad fantasmagórica creada por Freud y sus socios, casi nunca coinciden con los míos. De hecho hace relativamente poco coincidí con un vestigio del peor de los pasado cara a cara y fue imposible evitarle. Conversamos durante demasiado tiempo y salí del ring sonado, como si en vez de charlar con otro hombre al borde del barranco hubiera peleado con Mohamed Ali.

El confinamiento está produciendo un cambio curioso. Durante las últimas semanas estoy tratando con vecinos y padres de amigos de mi hija, con quienes coincido en los paseos de la tarde. Hallo afinidades en quienes, durante años, habían pasado a mi lado con indiferencia o leve curiosidad mutua. Nunca sabes qué habita en quien camina a tu lado y en qué puedes o no coincidir. Por eso, tal vez, haber perdido a tanta gente es positivo, porque si no caes en la soledad puedes hallar nuevas compañías. No es cierto que los amigos de la infancia o la juventud sean los únicos auténticos. Pueden encontrarse amistades eternas en cualquier tramo de edad, incluso en la vejez, o en ese largo prólogo de la vejez que es la cincuentena. Amistades maduras, menos fervorosas, con quinees pueden alcanzarse intimidades incluso mayores y más sinceras que las logradas durante la juventud. No hay otra opción que mirar con cierta calidez al declive de la vida.