Eyes wide shut. Una oda al narcisismo

Eyes wide shut. Una oda al narcisismo

Ahora que la palabra narcisista está en la boca de todos conviene recordar una película dedicada, casi en su integridad, a la herida. No en vano el autor de la novela original, Arthur Schnitzler, perteneció a la misma cultura vienesa que engendró a Sigmund Freud y al psicoanálisis. La herida recorre la película desde los primeros fotogramas, que muestran un hogar neoyorquino adinerado, pero alejado del lujo salvaje de los dueños de la ciudad. El médico/cabeza de familia muestra indiferencia frente a la llamada de su atractiva esposa. Está demasiado centrado en su orgullo y en la fiesta que le aguarda.

Ese fervor que siente Cruise al llevar a su cónyuge a una fiesta palaciega donde no conocen a nadie (ha sido convocada por uno de sus pacientes) es la primera señal del mal. Desde la entrada se ve con claridad que la pareja está fuera del círculo principal de los invitados –más bien se encuentran en el primer anillo, el de los profesionales que les sirven- y cómo la autoestima de Cruise se ve reforzada por su presencia. Su condición de sirviente se confirma cuando sacan a Cruise de la fiesta para atender a una modelo pasada de heroína que acaba de acostarse con el anfitrión. Ahí queda claro, de nuevo, que debe atender los caprichos de su señor en todo momento. El narcisismo también se percibe en la superioridad con que trata al pianista que ameniza la velada: pudo ser médico pero no aprovechó la oportunidad de su vida y terminó, según la perspectiva de Cruise, siendo un mediocre. El protagonista se ubica en un terreno intermedio, incómodo. Parece ignorar que poco le separa del pianista, solo un par de rasgos, apenas reconocidos por quienes bailan a su alrededor.

 

Pronto vendrá el arañazo que le rasgará. Aparecerá después de la fiesta, cuando su mujer se fume un canuto, se desinhibe y le propine un golpe en el centro del centro de su autoestima: hubo un día, durante un viaje familiar, en que estuvo a punto, aunque la intención no traspasara su conciencia, de dejarlo todo por echar un polvo con un apuesto capitán de marina. Con quien, en la imaginación de Cruise, aparece como un auténtico hombre, sin las fisuras e inseguridades que le corroen. El hombre no puede creer lo que escucha, ni siquiera concebirlo, y se lanza a las calles en busca de una redención, de una salida a su ansiedad. Tras un recorrido poco satisfactorio por el lumpen se refugia en el pianista, en quien antes consideraba un mediocre, convertido en un amigo por conveniencia. Él le aportará la clave que podrá redimir su daño: la invitación a una fiesta secreta en una mansión, en la cima de la élite, en un lugar incluso más exclusivo  que aquel al que acudió con su mujer. De hecho es el reverso del primer casoplón, esa parte oscura que sostiene a la luminosa. Es el lugar que aportará a Cruise la recompensa que su herida precisa. Pero Cruise no es de ellos –los mismos que asistieron a la fiesta inicial- y acude en taxi, en vez de utilizar uno de los deslumbrantes vehículos que usan los invitados. La orgía puede contemplarse como una continuación de la primera escena: Cruise sigue aspirando a ser lo que no es.

Allí encuentra un ritual de máscaras -¿cuál es el signo del narcisista sino la máscara?- protagonizado por millonarios que buscan la redención de sus propias heridas mediante el sueño de todo hombre maduro: el deseo de mujeres jóvenes, dispuestas a cumplir todos sus antojos. Las máscaras cubren lo que no desean contemplar bajo ningún concepto: su propio declive.  No son ellos quienes follan con las jóvenes, son sus egos soñados. Cruise no interactúa, de hecho le descubren porque ha llegado en taxi, con lo que su intento de ascender a los cielos casi se derrumba.  Su vida y su autoestima son salvadas por el sacrificio de una mujer, a quien él, a su vez, había salvado en la primera fiesta.

El resto de la película, dominada por la investigación pseudopoliciaca de Cruise, es  lo peor de la obra. Sin embargo, muestra cómo Cruise, asustado por las consecuencias de su viaje, regresa aterrado a casa, no buscando tanto la reconciliación con su esposa como un alivio de su miedo. Por supuesto, una máscara aparece sobre el lecho conyugal. El narcisismo no ha desaparecido, solo remite en el espléndido final, mediante ese fuck de  Nicole Kidman, que vuelve a poner todo en su lugar, tras las aventuras soñadas pero nunca realizadas. Un lugar confortable, pero siempre peligroso.