La esperanza de vida del enfermo de difícil cura proviene de cálculos estadísticos, que fallan con tanta frecuencia como las demás predicciones matemáticas. El sano, sin embargo, se cree eterno, pero su convicción no implica que la partida no cuente con una fecha precisa, escondida en su código genético o en un cruce de carreteras. La creencia en la inmortalidad es uno de los mantras fundadores de nuestra civilización y, como tantos paradigmas actuales, es una milonga. La ceguera llega al extremo cuando proclamar que todos vamos a morir se considera en una proclamación nihilista, agorera o barroca y no una afirmación de la vida. Solo quien es consciente de su destino puede disfrutar de los días que le restan.
La omisión de la muerte trae consigo la sorpresa, casi el escándalo, cuando a alguien cercano se le acerca la parca o muere. Lo inevitable es considerado accidental, como la caída de una maceta sobre la cabeza. Consecuencia lógica de tal pensamiento es que nadie se prepare para la muerte. Hacerlo es una labor de años, un trabajo que todos deberíamos emprender, sobre todo para vivir mejor. Como afirmaba Heidegger, somos seres para la muerte. El destino del enfermo grave no es, por lo tanto, distinto al de los demás. Solo le diferencia la nitidez del plazo. De hecho, un sano no solo puede morir antes que un grave sino que ocurre todos los días: muchas de las causas de muerte son inesperadas, desde los accidentes a los infartos, pasando por la violencia.
Defiendo la presencia, tan difícil de lograr, labor de toda una vida. Ser consciente cada minuto de lo que nos rodea, sin anticipación, sin ansiedad, sabiendo que cada momento tiene el mismo valor, ocurra en la cama de un hospital o recibiendo un Oscar.
La presunta precisión de su muerte perjudica a los enfermos graves. Son tratados como seres sobre quienes ha caído una maldición bíblica y no la enfermedad (en el caso del cáncer) que terminará con más de la mitad de nosotros. Tanto es así que se oculta su nombre bajo el eufemismo “una larga enfermedad”. No admiraba a Belén Bermejo por sus opiniones sobre literatura o política, con las que discrepaba con frecuencia, sino por reivindicar y normalizar el nombre de su mal. “De baja por cáncer”, afirmaba en la cabecera de su cuenta de Twitter. Porque el cáncer es cáncer, sin más. Al reivindicar la claridad prestó un notable servicio a la sociedad y ayudó a que cientos de pacientes perdieran la vergüenza. Porque estar enfermo, soportar la quimioterapia, las operaciones y no poder nombrar lo que te ocurre por miedo al rechazo es inhumano. Su actitud en la última foto, sin peluca, mostrando su cabeza lisa y manteniendo la sonrisa, es de un valor cívico estremecedor.
El enfermo grave tiene pleno derecho a vivir sus días como le plazca o como su sufrimiento le permita. Ellos son nosotros. No defiendo la utilización de términos bélicos en la enfermedad, ni la exaltación del heroísmo, que convierte a quien no quiere o no puede apelar a la épica en un presunto perdedor. Defiendo la presencia, tan difícil de lograr, labor de toda una vida. Ser consciente cada minuto de lo que nos rodea, sin anticipación, sin ansiedad, sabiendo que cada momento tiene el mismo valor, ocurra en la cama de un hospital o recibiendo un Oscar. El enfermo grave que, bajo la presión de su sufrimiento, alcanza tal virtud cumple el propósito de cualquier vida.