El rey de la soledad

El rey de la soledad

Dirijámonos, con el debido respeto, a un ser legendario, próximo a la criptofauna, compañero de los grifones, los yetis o las sirenas, sean blancas o insidiosas. Se ubica en la frontera de la fantasía, allí donde habita su familiar próximo, ese Kraken que derribaba navíos abrazándolos con sus tentáculos, cuya amenaza zozobró incluso al Nautilus del Capitán Nemo. Frecuentador de las aguas heladas, no se conoce con certeza su tamaño, ni su peso, ni su vigor asesino (en 1903 unos marineros nórdicos vieron un ejemplar de 50 metros y los zarpazos sufridos por cachalotes posibilitan bestias próximas a los 100). Recorre los abismos en un eterno destierro, iluminado por ojos que son velos de vidrio profundo, pintados con fósforo para contemplar la nada. Viaja por los abismos sin otro fin que el viaje, tal vez  perdido en sus divagaciones, pues su inteligencia, como la de su compañero el pulpo, se intuye deslumbrante. No posee funciones conocidas en su ecosistema, es un motivo en sí mismo. Cuando coincide con otro calamar se aparea al instante, sin cortejos, por imperativo de la especie, pues el encuentro es casi imposible. Después se pierde de nuevo en su camino, carente de salida o de meta. Rehuye, por tanto, el contacto con los suyos, tal vez sabedor del reinado futuro, ya presente, de la soledad. El calamar gigante parece, en nuestras eternas proyecciones, lo más próximo a un monje zen, a un estilita, capaz de perderse en sus divagaciones eternas sin enloquecer, incluso hallando la paz, pues no hay registros de un calamar gigante que haya siquiera rozado la demencia.

Frecuentador de las aguas heladas, no se conoce con certeza su tamaño, ni su peso, ni su vigor asesino (en 1903 unos marineros nórdicos vieron un ejemplar de 50 metros y los zarpazos sufridos por cachalotes posibilitan bestias próximas a los 100).

El calamar gigante me obsesiona desde hace décadas y tal fijación ha regresado por el confinamiento. Ningún ser, real o imaginario, cósmico o terráqueo, posee tal negación de la compañía. Hace 20 años proyecté una novela que comparaba la soledad cósmica de tal animal con un la de un enfermo de Alzheimer, cuya conciencia se pierde en un abismo tan desconcertante como las fosas índicas. Su boceto cayó junto al disco duro del procesador de textos jurásico que lo albergaba. Tal vez la paz del calamar gigante sea solo otra proyección freudiana y en verdad albergue la reencarnación de un ser atormentado y maligno, condenado a vagar durante vidas y vidas -porque unos se reencarnan en otros desde el principio de los tiempos- y a resucitar sin descanso, sufriendo el tormento de la obsesión, de la búsqueda de una claridad que no encontrará nunca. O disfrute de la placidez de la oscuridad, mecido por el ruido de las corrientes, como un feto en su placenta. Nadie puede descartar que sea solo la corporeidad de un ser que habita en un mar luminoso y cálido, poblado por corales y peces sonrientes, creados por Disney. Las opciones son tan infinitas como vacuas.

La vida de los calamares gigantes se extiende hasta los catorce años, pero qué sabemos nosotros de ese tiempo, medido desde nuestras calles frenéticas, que enloquecen solo por detenerse durante un par de meses. Qué sabemos sobre catorce años en oscuridad, buceando en mundos paralelos o, peor, buscando brillo en la negrura, recorriendo fondos arrasados desde el nacimiento del mundo, temiendo y deseando la cercanía de animales monstruosos. Un minuto en el sueño de morfina puede convertirse en una década. Aplicando un silogismo poco complejo, catorce años en los abismos del calamar gigante pesan como siglos, casi milenios. Los calamares gigantes abrazan el tiempo de los árboles.

O tal vez no ocurra nada, absolutamente nada, de todo eso, porque el ser humano carece de capacidad para conocer qué placas tectónicas, qué fuegos, sentimientos o luminiscencias habitan en la conciencia de los animales salvajes.